Antonio Trueba Periquillo en la higuera El señor cura era aficionadísimo a la fruta, y, sobre todo, a los higos. En la rama más alta de la higuera de su huerta quedaban unas cuantas docenas de higos, que no sabía cómo coger y que eran riquísimos, pues reunían las tres condiciones que han de tener los higos buenos, es decir: cuello de ahorcado, ropa de pobre y ojo de viuda; o lo que es lo mismo: el cuello o pezón seco, pelleja resquebrajada y ojo llorando almíbar. Cosa muy fácil -le dijo el ama-: llame usted al chico de Mari-Juana, y verá usted qué pronto le coge todos, que donde aquél no suba no suben las ardillas. -Es verdad, pero el tal Periquillo tiene para eso un inconveniente, y es que, como es tan pillo y tan tragafruta, me va a comer la mitad de los higos mientras coge la otra mitad. El ama del señor cura, que era lista como un demonche, encontró al instante modo de remediar el inconveniente. -¡Jesús! -dijo- ¡En qué poca agua se ahoga usted, señor! No tiene usted más que imponer al chico la obligación de no dejar de cantar mientras coge los higos, y así no tendrá tiempo de comer uno siquiera. -¡Pues es verdad! -exclamó el señor cura. ¡Qué cosas se les ocurren a estas pícaras mujeres! El alna llamó a Periquillo, y éste, tan despabilado y listo como siempre, corrió a ponerse a las órdenes del señor cura. -Vamos a ver, chiquillo -le dijo éste-. ¿Te atreves a subir a aquella rama y coger los hijos que tiene? -¿Pues no me he de atrever? Sí señor; y ¡qué ricos son! -añadió Periquillo al ver los higos. -Pero oye -le dijo el cura, alarmado con la codicia que los higos despertaban en Periquillo-; es indispensable que mientras coges los higos cantes sin cesar un momento.